Una carta en el umbral de la antesala
Señor Anfitrión:
Quisiera decirle antes que cualquier otra cosa, que en mi humilde opinión y sin esperar que esto lo sorprenda o acaso lo halague, usted es poseedor del mayor de mis aprecios. Al menos a mí -y sé, señor Anfitrión, que eso no significa mucho- me sorprende que una persona como usted haya ganado mi cariño. Casi como un enamoramiento si me lo permite, salvando las distancias.
No se sienta usted ofendido por mi expresión, señor Anfitrión, pues no es mi intención ofenderlo al mencionar la trillada frase "una persona como usted". Simplemente asumo la realidad de que una persona como usted no es una persona como yo; lo que quiero decir, en palabras menos elegantes, es que usted y yo pertenecemos a universos completamente disjuntos, salvo, claro, usted y yo; de verdad creo que hemos encontrado la manera de encontrarnos, valga la redundancia.
Dicho esto me permito abordar el tema central de esta carta. La cuestión es que debo partir, señor Anfitrión, por más que nos pese. Ya he mencionado renglones arriba que verdaderamente lo estimo. Ruego que entienda que esto no es personal: no es su persona lo que pulsa mi partida, mas bien es todo lo que no es usted.
No es, le aseguro, su sonrisa brillante ni su mirada profunda, señor Anfitrión. Discúlpeme el atrevimiento, pero debo decir que tampoco es su andar chueco ni sus sucesivas quejas sobre el clima. Le aseguro que tampoco tiene que culpar a su mirada huidiza que usa sólo cuando está muy preocupado, mucho menos el movimiento mecánico que hace su pierna cuando no le está prestando atención. No son nuestras conversaciones mundanas, por todos los cielos. No es el mate amargo ni el café con leche fría, ni su manera de acariciar con sumo cariño al perro del vecino.
Lo que hizo que tome esta horrible decisión es el ruido de todo lo que nos rodea, señor Anfitrión. No es sólo el ruido de la televisión desfilando películas viejas, sino también el ruido insoportable del perezoso pasar del agua desde el termotanque hasta la canilla, las estruendosas preguntas de protocolo, el sistemático choque de las campanas de la cena-a-las-nueve-en-punto. Señor Anfitrión, debo admitir aunque me duela que no puedo soportar viéndolo ausente en la mecánica diaria, en las paredes blancas iluminadas trágicamente por lamparitas colgando del techo, esperando ser lámparas cuando-tenga-tiempo-de-instalarlas.
La impotencia me ha superado y ya no puedo permitirme el no permitirme hacer algo al respecto. Sin embargo no es mi responsabilidad ni está bajo mi poder tomar cartas en el asunto, por más que me pese. Amado señor Anfitrión, ganas no me faltan de empujarlo violentamente a la vida: convencerlo que sus contados minutos en este mundo no son dignos de ser desperdiciados barriendo un piso que no está sucio o haciendo sobremesa con una película que conoce y, para colmo, no disfruta.
Por todo esto, tomo la medida de renunciar al inquilinato. Me voy antes de que su letargo me contagie, ya que mi vigilia no pudo contagiarlo a usted. Parto a un destino incierto; me detendré en ninguna parte. Prefiero ser para usted un hermoso recuerdo de tarde con mate y bizcochitos, que ser una vida de siesta y carne al horno.
Llevo en mi bolso todo lo que requiero, no se preocupe por mí: llevo mi anotador para escribirle cartasque no le enviaré, anteojos para ver en detalle todo lo que usted jamás conocerá, agua para calmar la sed luego del esfuerzo que no tendrá el valor de hacer, cigarrillos para saborear las victorias que usted no celebrará, y, por supuesto, migajas de pan para dejar en mi camino: por si en algun momento le apetece acompañarme.
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Quisiera decirle antes que cualquier otra cosa, que en mi humilde opinión y sin esperar que esto lo sorprenda o acaso lo halague, usted es poseedor del mayor de mis aprecios. Al menos a mí -y sé, señor Anfitrión, que eso no significa mucho- me sorprende que una persona como usted haya ganado mi cariño. Casi como un enamoramiento si me lo permite, salvando las distancias.
No se sienta usted ofendido por mi expresión, señor Anfitrión, pues no es mi intención ofenderlo al mencionar la trillada frase "una persona como usted". Simplemente asumo la realidad de que una persona como usted no es una persona como yo; lo que quiero decir, en palabras menos elegantes, es que usted y yo pertenecemos a universos completamente disjuntos, salvo, claro, usted y yo; de verdad creo que hemos encontrado la manera de encontrarnos, valga la redundancia.
Dicho esto me permito abordar el tema central de esta carta. La cuestión es que debo partir, señor Anfitrión, por más que nos pese. Ya he mencionado renglones arriba que verdaderamente lo estimo. Ruego que entienda que esto no es personal: no es su persona lo que pulsa mi partida, mas bien es todo lo que no es usted.
No es, le aseguro, su sonrisa brillante ni su mirada profunda, señor Anfitrión. Discúlpeme el atrevimiento, pero debo decir que tampoco es su andar chueco ni sus sucesivas quejas sobre el clima. Le aseguro que tampoco tiene que culpar a su mirada huidiza que usa sólo cuando está muy preocupado, mucho menos el movimiento mecánico que hace su pierna cuando no le está prestando atención. No son nuestras conversaciones mundanas, por todos los cielos. No es el mate amargo ni el café con leche fría, ni su manera de acariciar con sumo cariño al perro del vecino.
Lo que hizo que tome esta horrible decisión es el ruido de todo lo que nos rodea, señor Anfitrión. No es sólo el ruido de la televisión desfilando películas viejas, sino también el ruido insoportable del perezoso pasar del agua desde el termotanque hasta la canilla, las estruendosas preguntas de protocolo, el sistemático choque de las campanas de la cena-a-las-nueve-en-punto. Señor Anfitrión, debo admitir aunque me duela que no puedo soportar viéndolo ausente en la mecánica diaria, en las paredes blancas iluminadas trágicamente por lamparitas colgando del techo, esperando ser lámparas cuando-tenga-tiempo-de-instalarlas.
La impotencia me ha superado y ya no puedo permitirme el no permitirme hacer algo al respecto. Sin embargo no es mi responsabilidad ni está bajo mi poder tomar cartas en el asunto, por más que me pese. Amado señor Anfitrión, ganas no me faltan de empujarlo violentamente a la vida: convencerlo que sus contados minutos en este mundo no son dignos de ser desperdiciados barriendo un piso que no está sucio o haciendo sobremesa con una película que conoce y, para colmo, no disfruta.
Por todo esto, tomo la medida de renunciar al inquilinato. Me voy antes de que su letargo me contagie, ya que mi vigilia no pudo contagiarlo a usted. Parto a un destino incierto; me detendré en ninguna parte. Prefiero ser para usted un hermoso recuerdo de tarde con mate y bizcochitos, que ser una vida de siesta y carne al horno.
Llevo en mi bolso todo lo que requiero, no se preocupe por mí: llevo mi anotador para escribirle cartasque no le enviaré, anteojos para ver en detalle todo lo que usted jamás conocerá, agua para calmar la sed luego del esfuerzo que no tendrá el valor de hacer, cigarrillos para saborear las victorias que usted no celebrará, y, por supuesto, migajas de pan para dejar en mi camino: por si en algun momento le apetece acompañarme.
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Labels: canciones imaginarias
2 Comments:
llevá lembas.
No olvides el holum.
-no me aguanté ^.^ -.
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